lunes, 30 de enero de 2012

¿Quién es el propietario de mis contenidos?

(Costumbrismo digital en clases presenciales)

NO cabe duda de que hablar de propiedad con el posesivo MIS es una redundancia aparentemente innecesaria. Así se lo planteamos a un grupo de adolescentes hábiles en el recorta y pega, en la piratería (por supuesto que ilegal: ¿o no?) y el uso de la nube como una de las mejores, más baratas y seguras cajas fuertes. Repetían curiosos ejemplos que habían oído a profesores que se habían marcado como objetivo prioritario hacerles pensar. ¡Qué atrevimiento hoy día: hacerles pensar! Veían cómo el sector primario (agricultor, ganadería y minería) producía o extraía pero estaba a expensas de la especulación de los mercados. Eran quienes más arriesgaban pero los que menos ganaban, hasta su derecho a la propiedad estaba a expensas de la gran distribución. Si no vendían, para qué lo querían. En el sector secundario, se producía pero también dependían de los mercados. Y el terciario pretendía convencer para colocar sus reclamos de consumo pero tampoco querían tener en propiedad nada: el almacenaje pertenecía a otros y sólo se pedía casi bajo demanda: el famoso “just in time”. Todos parecían tener pero no poseer.
Aquel docente les introdujo nuevas pinceladas de la actualidad, muy cercanas a su ordenador. Los alumnos producían textos, disparaban fotos, editaban vídeos y los daban a conocer mediante herramientas digitales que almacenaban pero con condiciones: los dueños eran los almacenistas en la nube. Los alumnos no entendían cómo por el solo hecho de usar una herramienta ajena perdían sus derechos. Y menos aún que una red social les permitiera libertad de pensamiento pero con el agravante de que, si a un gobierno no les gustaba, se podían establecer barreras, Se sorprendieron por Facebook, Megaupload y Twitter y se interesaron por el papel de los gobiernos en “ponerles puertas al campo”. No eran capaces de interiorizar posiciones ajenas desde hechos asumidos por la costumbre doméstica: imposibilidades de ser amos de fotos propias en Facebook, de recuperar los archivos alojados en webs de descargas clausuradas o de llamar dictador a un individuo deplorable porque Twitter no lo permite.
En sociedades abiertas, los alumnos se imbuían de un espíritu de desconfianza. Cuando todo está en la red comenzaban a instalarse en la sospecha. Decían que si los bancos hoy ya son muy inseguros para guardar el dinero, la red tampoco es segura. Pensaban en innovaciones para buscar soluciones cuando decían que entre Google, Facebook, Twitter y Flickr se podría reconstruir la historia personal de cada uno y hasta quizá su futuro. Dejaban preguntas en el aire y se lanzaron a ver qué decían algunos periódicos de hoy: como siempre, se pusieron en alerta ante si peligran los datos privados “cazados” por el FBI en Megaupload o si los contenidos guardados aquí los pueden borrar esta semana. Se extrañaron de que Tailandia ya ratificara el anuncio de Twitter y abrieron los ojos cuando descubrieron que las grandes corporaciones TIC (Google, Apple y Microsoft) apenas pagan impuestos fuera de EEUU.
Ante tanta perplejidad, una compañera miró a todos y dijo: “¿A qué jugamos?”

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